En diversas columnas de opinión y espacios de entrevistas, en todos los medios de comunicación, – al menos los no estatales- desde hace ya demasiado tiempo – se ha venido hablando hasta la saciedad, del creciente y cada vez más imparable fenómeno de la violencia criminal desbordada, que afecta tanto a El Salvador; al punto de haberlo, ahora sí, consolidado por parte de los medios de comunicaciones locales e internacionales, como el país más violento del mundo, o como señaló un periódico estadounidense, como “la capital mundial del asesinato”. Desesperanzadores y deshonrosos títulos.
Se han llenado ya párrafos completos criticando al gobierno, específicamente en los últimos meses, al Presidente y el gabinete de seguridad, por una falta de reacción efectiva en su abordaje, pues con toda evidencia, la percepción de la inmensa mayoría de la población, es que la situación, hace ratos se les fue de las manos. Ya no es “una percepción”. Con todo y que comparando la cifra de homicidios del 2017 con la del 2016, se salvaron mas de 1300 vidas de morir, eso no basta cuando la cifra de homicidios no baja del promedio de 10-11 diarios, es decir, 6 veces más el tope para considerar una epidemia de asesinatos por cada 100,000 habitantes. Seguimos aún así, a la cabeza de la tasa de homicidios del mundo, y por supuesto, los causantes en su abrumadora mayoría, son sin dudas, las pandillas, quienes tienen el control de gran parte del territorio nacional. El mismo Ministro de Seguridad ya lo ha reconocido. Por fin¡
Mucho se habla y habla, pero poco se hace o propone seriamente. Y es que entendemos que no es tarea fácil, sin embargo, especialistas en el tema, que los hay, -aunque contados con pocos dedos de una mano- han mencionado ya, a grandes rasgos, cuáles deberían ser algunas de las estrategias o planes de acción que el gobierno debería implementar; asimismo, la empresa privada organizada, trajo años atrás a un ex alcalde famoso de Nueva York, para que implementara un programa de recomendaciones, de lo que a la fecha, sabemos, han caído en oídos sordos. Se habla de un Consejo Nacional de Seguridad, formado por diferentes sectores y actores de la vida nacional, que es el que participó junto al gobierno en la confección del plan “El Salvador Seguro”; no obstante, para la ejecución de su diagnóstico de acción se necesitan más de $2,000,000.00 de dólares, de los cuales, para bien o para mal, nos aplicaron las “contribuciones especiales” para la seguridad, que son como un pequeño parche para la cantidad total de fondos que en realidad se requieren, y aun así, pareciera que no hemos avanzado nada, si no veamos el desastre moral y de autoridad en que parece haber caído la Policía Nacional Civil. No avanzamos, sino todo lo contrario, hay que poner orden primero a quienes se encargan de ordenar.
Ahora bien, desde estas líneas solitarias, pues me mueve la profunda preocupación como ciudadano, por éste terrible problema, deseo referirme a un posible Régimen de Excepción en nuestro país, no porque sea, debo confesarlo, la mejor medida, pues reconozco no ser experto en materia de seguridad; pero al menos intento dejar expuesta una propuesta, y por ello, desde la salvedad de mi ignorancia, me atreveré al menos a analizar brevemente su posibilidad. Así las cosas, dada la gravedad de la situación, es innegable que en éste crítico momento, se requiere la adopción de medidas extremas, ya que no podemos desconocer que es una de las opciones que al menos el común de la gente, más ha mencionado públicamente, llamándole coloquialmente “estado de sitio” o toque de queda”, cuando sobre todo, a través de redes sociales, tiene el pueblo oportunidad de opinar. No podemos dar cabida aquí, por supuesto, a la mayor de todas las respuestas de la gente, que al menos en el anonimato, y con indignación, impotencia y coraje, pide expresa o veladamente justicia por propia mano y hasta exterminio; pues en un estado de derecho como en nuestro, en una sociedad basada en leyes y principios éticos y morales, llegar a ello, sería realmente tocar fondo institucionalmente en el tema. Algo así tampoco debemos tolerarlo, fomentarlo, ni permitirlo.
Se preguntará quien me favorezca con su lectura, y por qué hablar del Régimen de Excepción? La respuesta es ésta. El Estado aunque nos cueste reconocerlo y por más que se haya evadido antes, no puede controlar grandes áreas del territorio nacional. Y eso no solo es grave, es gravísimo. Esta opinión, busca tan solo aportar un grano de arena, desde la llanura de un común y corriente, sobre el tema de la imparable violencia que nos agobia, y que tiene – no se puede tapar el sol con un dedo- como autores, participantes y hasta víctimas, a las mismas pandillas.
Entrando en materia, nuestra Constitución en su artículos 29 al 31 establece el marco normativo del RÉGIMEN DE EXCEPCIÓN, citando que en casos de guerra, calamidad general, graves perturbaciones al orden público y otros supuestos determinados por la misma Constitución, puede proceder a decretarse un Régimen de excepción. Es entonces la norma suprema del ordenamiento jurídico salvadoreño, la que regula la posibilidad de aplicar, en situaciones excepcionales, una garantía-derecho, identificado también como de carácter fundamental y excepcional, que implica la posibilidad de suspender ciertas garantías constitucionales, lo cual puede ser total o parcial, pero siempre temporal.
Lo que persigue decretar entonces un régimen de excepción, será, defender la seguridad del Estado, cuando por motivos extraordinarios, se encuentra perturbada o seriamente amenazada. Expuesto ello, debemos traer al análisis, aspectos fundamentales que rodean una medida de tal magnitud, inédita en nuestra historia desde la postguerra. En ese sentido, hay que tener presente, que puede proceder a declararse un Régimen o estado de excepción, atendiendo siempre a un pleno estado de derecho, pero llenando diversos requisitos, entre los cuales, mención especial merece por ser quizá uno de los principales aspectos a considerar, el de la comprobación efectiva de un estado de anormalidad, y el hecho de que dicho estado anormal se constituya en un peligro real, cierto y actual, que atenta efectivamente contra el orden estatal. Es entonces un hecho notorio e irrebatible, con sobradas pruebas a la vista de todos, que ya ha sido comprobado objetivamente, que en la actualidad hemos llegado a ese estado de anormalidad, pues no es un estado de simple alarma general, sino una realidad, una alarmante y dura realidad. La situación está ahora fuera de control, la cual ha rebasado la capacidad de respuesta del Estado, no obstante sus esfuerzos, al margen que estos sean acertados o no; por lo que no merece mayor discusión la anterior aseveración.
Estamos claros que dentro de los motivos que nuestra Constitución prevé para su aplicación, el que aplicaría a la actual situación, sería el referido a la existencia de una grave perturbación al orden público; y es que indudablemente, la delincuencia ha llegado al punto de alterar o suplantar de facto, el poder coactivo del uso de la fuerza, la cual se ejerce indiscriminadamente por los grupos delictivos contra la población, y contra la autoridad misma, civil y militar, y contra todo lo que representa el orden institucional, violentando derechos y sembrando terror en general; rompiendo con ello, todo lo que puede entenderse por civilidad y normal convivencia social. Pero qué implicaría entonces la aplicación de dicho Régimen de excepción para la población, es lo medular ahora entender, para luego sostener la conveniencia o no de su aplicación; pues creemos que legalmente las circunstancias están dadas.
Las garantías constitucionales afectadas, en caso de decretarse un Régimen de Excepción, es decir, la garantía de inviolabilidad de las mismas, en las zonas geográficamente focalizadas de aplicación de tal medida, como se pretendería, deben estar sujetas, también a un principio de proporcionalidad, es decir, suspender sólo aquellas garantías que la situación imponga, y durante el tiempo que sea necesario, limitados por el plazo legal que señala la constitución, de treinta días, prorrogables conforme a los supuestos que la misma norma suprema exige. Entonces, su objetivo pretende ser la persecución más efectiva de la criminalidad, con base en la misión de recuperar el control y presencia estatal en dichos territorios, capturar a los delincuentes –ahora catalogados como terroristas por la Sala de lo Constitucional- y restablecer el orden perdido; lo cual se buscaría, al coartarle a los delincuentes, su libertad de tránsito, de libre reunión, de libre expresión, la inviolabilidad de su correspondencia y de no interferencia en sus comunicaciones, así como la garantía que al ser detenidos sean informados de sus derechos y las razones de su detención, y la de ser asistidos por defensor; pudiendo extenderse el plazo de su detención administrativa hasta un máximo de quince días, en lugar del máximo legal previsto, de setenta y dos horas. Estas garantías se suspenden. No es poca cosa
Y es aquí, precisamente, donde surgen las interrogantes o preocupaciones, pues de todos es sabido, que las pandillas cuentan con una capacidad de control de sus “barrios” y una estructura nacional que les permitirá sin mucho trabajo, librarse de la mano de la autoridad que les persiga; de modo que tal suspensión de garantías, sin un plan integral de reinserción y recuperación del tejido social y moral en las zonas intervenidas, poco o nada pudiera llegar a afectarles a los destinatarios de la medida, y sería a fin de cuentas, la población indefensa radicada en las zonas objetivo, quienes nuevamente podrían verse afectados en el respecto de sus garantías constitucionales; nueva injusticia, para quienes ya de por sí, injustamente, por el accionar delincuencial, viven permanentemente afectados, de hecho, por la suspensión de sus elementales derechos, entre otros, a la vida, integridad física y emocional, a la propiedad, la libertad de movilidad, de residir o crecer en sus comunidades, sin desplazarse forzadamente, y muchas calamidades más, que ya es innecesario listar.
Quiero finalmente expresar, que tales medidas, bien planificadas, dirigidas y ejecutadas, podrían ser una opción, y dar buenos resultados; pero teniendo presente, que tal excepcional suspensión de garantías, implica recursos, pues puede eventualmente prolongarse en el tiempo, los cuales siempre son escasos, además de una estricta labor de control en su aplicación, lo cual implica un quirúrgico control del accionar del cuerpo de seguridad – entendiendo aquí a la Policía Nacional Civil y a la Fuerza Armada- quienes ejecutarían materialmente la medida; pues ya dijimos, no queremos jamás volver a los abusos y violaciones cometidas en el pasado, de manera que por suspender unas garantías, temporalmente, si no se hace bien, podríamos sin quererlo, terminar perdiendo muchas más o hasta todas.
Este régimen de excepción, demanda también, esencialmente, del apoyo unánime de la sociedad en general, y de los actores políticos; pues debe haber, idealmente al respecto, una sola voz, pensando con visión de país, considerando que lo que afecté a unos, nos terminará afectando a todos; situación que debería verse, en caso llegara a aprobarse, como una oportunidad de alcanzar unidad nacional, que no trate solamente de apagar un incendio, sino más bien, de aprovechar la dureza de la medida extrema, no solo para recuperar temporalmente territorios, sino mas bien, para recuperar y rehabilitar socialmente a las comunidades intervenidas. Solo así, dejaría de ser una medida electorera que por hoy solo se le escucha a un reconocido político del partido GANA, ni tampoco una medicina, que a unos resulte dulce y a otros amarga, para convertirse mejor, en la antesala de un tratamiento a largo plazo, que inicie ahora, pero que garantice que no lo volvamos a repetir a corto plazo.
Raúl García Mirón
Abogado y Notario
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